La gente que sufre está toda en re menor. Re, fa, la es el acorde de los pobres, porque tiene color gris” (Aníbal Troilo).
Por una vez no fue el centro, el equilibrio, el balance, la expresión suprema de la síntesis. Tampoco el promotor de la integración ni el punto de convergencia entre diferentes estéticas, tradiciones y estilos. Aquella noche Aníbal Troilo fue indispensable para consolidar el significante de un acto político de ruptura. Tal vez nunca más, ni antes y después, le tocó ocupar ese lugar.
Fue la noche del 21 de diciembre de 1953, en la plenitud del primer peronismo. Troilo -cuya orquesta, observada ahora a la distancia, desplegaba el apogeo de su desarrollo estilístico- dirigió a la formación que trabajó en la reposición de la pieza teatral “El Conventillo de la Paloma”, de Alberto Vacarezza, en el Teatro Colón de Buenos Aires.
Ese título, como ningún otro, se convirtió en el emblema de los sacrilegios que el populismo cultural del peronismo, a la particular luz de las élites porteñas, significó para la tradición del Teatro Colón.
Acaso para Troilo aquella noche no tuvo la misma trascendencia. “Toqué, pero integrando una orquesta de cuarenta músicos, desde el foso. Sin subir al escenario”, recordó un par de décadas después.
Aquella sensación iba a cambiar radicalmente el 17 de agosto de 1972 cuando Troilo cerró un concierto de tango en el Colón que se puede escuchar hoy en las plataformas digitales.
Perón hizo “lo imposible para que una orquesta típica llegara al Colón”, reconoció Troilo, poco antes de morir, en una entrevista con la periodista uruguaya María Esther Giglio para la revista Crisis, en 1975. Pichuco, sin embargo, nunca expresó sus preferencias políticas en público.
El peronismo, a la medida de un proyecto político que se asumía transformador, naturalmente se propuso políticas que alcanzaron a la programación del Teatro Colón, propiedad simbólica de las clases privilegiadas ante las que el peronismo se levantó el 17 de octubre de 1945.
Consiguió algunos importantes cambios –apertura a nuevos públicos, funciones populares, actos políticos y gremiales, estímulo a artistas nacionales- a la vez que no alcanzó a imponer, si se quiere, la mayor transformación a la que pueda aspirar un programa popular en esta materia: integrar la ópera, el ballet y los conciertos orquestales y de música de cámara a los consumos habituales de las clases trabajadoras.
La investigadora Yanina Lonardi examinó los efectos del primer peronismo bajo el haz conceptual de la “tradición selectiva” de Raymond Willams y precisó que aquel movimiento consistió en “la selección de determinadas tradiciones de representación a las que se les asignó nuevas significaciones afines al proyecto de la Nueva Argentina”. Operación que promovió la recuperación de estéticas populares nacionales como el nativismo y, en menor medida, el sainete.
La actividad del teatro, sin embargo, no resintió su repertorio de óperas y habrá que convenir que tampoco el programa tradicional del teatro admite una lectura binaria y mecánicamente confrontativa con un programa popular. Sí hubo, claro, gestos cargados de simbolismo. Como la supresión de las funciones de gala o la utilización del teatro para discursos y anuncios de Perón. En esa dinámica, la presencia de Troilo –y también la de los Hermanos Abalos- en “El conventillo de la Paloma”, no fue un hecho menor.
La obra de Vacarezza sintetiza el relato del peronismo sobre el Colón bajo el apotegma, según rezaban los documentos partidarios de la época, de poner “los teatros en manos del pueblo”. “Hubo cierta democratización del teatro”, resumió el historiador Hugo Sanguinetti.
Vacarezza, que dirigió el Teatro Nacional Cervantes en ese período, había recibido la Medalla de la Lealtad de manos del propio Perón. La puesta de “El conventillo…” estuvo a cargo de la Unidad Básica Eva Perón, bajo la dirección de Román Vignoly Barreto.
El historiador Osvaldo Pellettieri asegura que aquella representación fue calificada como “oportunista” y “estéticamente deplorable” por los defensores del teatro dominante. El diario La Nación utilizó la expresión “sarampión populista”. El nuevo tiempo se relataba en las páginas de los medios nacionales en términos de una “invasión”.
Como si faltara más para exacerbar las posiciones en pugna hay que recordar que Perón asistió a la función y fue recibido en las escalinatas del teatro por el actor Enrique Muiño, identificado con el peronismo. La orquesta ejecutó la marcha “Los muchachos peronistas”.
“Queremos darle carta de ciudadanía al Teatro Colón, como también queremos comenzar a anotar en el stud book de nuestro arte, para darle pedigree y nacimiento a ‘Los Conventillos de la Paloma´(…) trabajaremos por ir elevando la cultura de nuestro pueblo que es la verdadera cultura”, consignó el diario La Prensa al recoger las palabras del presidente
Con la perspectiva del tiempo es difícil observar el período del primer peronismo como una hecatombe, aun para las posiciones más refractarias.
En el período 1943-1955 se ofrecieron 1035 funciones de ópera –una ligera baja en relación al período anterior y un número inmensamente superior al de la actualidad- y la presencia artistas internacionales de indiscutible jerarquía y perfecta afinidad con la tradición del teatro (María Callas, Erich Kleiber, Herbert von Karajan, Ferruccio Calusio, María Ruanova, Paul Hindemith, Martha Argerich, Leonard Warren, María Caniglia, entre más). La historiadora María Sáenz de Quesada, de reconocida lejanía con el peronismo, por ejemplo, no descalifica la producción de aquel tiempo.
Contra los prejuicios en ese sentido, incluso, habrá que consignar que tal vez no hubo período político más oscuro para el Colón que el cobijado durante la llamada Revolución Libertadora que derrocó al peronismo: la temporada ’56 fue irregular y la del ’57 directamente se canceló. En esos dos años hubo apenas una obra de un compositor argentino.
Pero la más recordada irrupción de Troilo en el Colón fue la ocurrida de 1972 y que, a diferencia de la primera, lo tuvo como gran protagonista, a cargo del cierre de la primera función de un programa de dos noches, la del 17 de agosto, dedicada al tango, y la del 19 de agosto, con centro en el folklore.
Aquella programación no estuvo desprovista tampoco de sentido político: el general Alejandro Lanusse, que se imaginaba como el centro de un Gran Acuerdo Nacional (GAN), apostaba a integrar bajo su figura también a las expresiones populares del peronismo que se proponía proscribir.
Una semana más tarde de aquella función en el Colón, el 25 de agosto, precluía el plazo que Lanusse le había fijado a Perón, en una suerte de juego de tahúres a la distancia, para fijar residencia en Argentina como requisito para competir con la presidencia. Perón no aceptó los términos y llegó al país, tras 17 años y 52 días de ausencia, recién el 17 de noviembre. Su delegado, Héctor Cámpora, ganó las elecciones sin necesidad de segunda vuelta y, finalmente, el 25 de mayo de 1973 el General volvió a la presidencia sin someterse a las cláusulas de la dictadura.
Aquella noche del 17 de agosto en el Colón, Troilo volvió a compartir escenario con Astor Piazzolla. Tal vez nadie los haya entendido mejor como el uno al otro. Sin embargo, fueron la expresión de presuntos movimientos estéticos irreconciliables.
También actuaron la Orquesta de Florindo Sassone (reemplazó a la Orquesta de Osvaldo Pugliese a raíz de una operación a la que fue sometido su director), la de Horacio Salgán, el cantor Roberto Goyeneche, el Sexteto Tango, Conjunto 9 con la dirección de Piazzolla y Edmundo Rivero.
Pichuco ya era percibido como el canon del tango. Aquella fue una construcción discursiva contemporánea y no un trabajo de historiadores y revisionistas. El programa de mano que el Colón imprimió para la noche del 7 de agosto afirmaba: “Troilo comenzó haciendo tangos y se convirtió en el tango mismo”. Nadie no leía como una exageración.
Antonio Carrizo oficio de presentador en una función, sobrevendida, que tuvo público en los pasillos.
La elección de Carrizo también fue un gesto de reconocimiento hacia la centralidad troileana. Antonio conoció al bandoneonista en los pasillos de Radio El Mundo, a fines de los ’40, y fue uno de sus más repetidos presentadores. “Troilo se escribe así, con T, de tango”, decía el locutor como latiguillo.
La crítica fue despareja. La Prensa precisó que se eligió un programa “notoriamente acicalado para no espantar”. La Nación destacó al Sexteto Tango, consignó el oficio de Goyeneche a pesar de estar afectado por una afonía y señaló que Piazzolla fue el único el proponer un estreno, “Oda para un hippie”. Napoléon Cabrera, desde las páginas de Clarín, fue el más duro: cuestionó “los desniveles de calidad” del espectáculo.
“Un cantor de tangos debe responder a las mismas exigencias que un cantante lírico cuando ambos son músicos. Tan deplorable es silabear defectuosamente un texto de Homero Manzi como uno de Metastasio y para un porteño más deplorable todavía. Y su el compositor ha escrito un ´la´o un ´mi bemol´, las notas debe ser respetadas, se trate de Ravel o de Vicente Greco. Si el músico popular cree que ´su´ música tiene otras leyes, no se ve para qué quiera hacerla en el mismo recinto cuyo prestigio nace de que allí se consideran severamente las transgresiones a la buena lectura del pentagrama. El cantor popular puede contar con cierto margen de tolerancia auditiva, pero anteanoche en el Colón esos márgenes fueron caudalosamente excedidos”, apuntó Cabrera, con tono sentencioso, en una crítica que se tituló “El pensamiento triste que no se baila”.
La participación de Troilo, que interpretó con su orquesta “Danzarín” (Julián Plaza), “Milonguero triste” (Troilo), “Quejas de bandoneón” (Juan de Dios Filiberto) y, a modo de bis, “La Cumparsita” (Gerardo Matos Rodríguez) en general fue muy bien recibida y todos consignaron que aportó “el sabor tradicional a la noche”, aunque para algunos eso representara un elogio y para otros una crítica.
La segunda función, dedicada al folklore, no fue menos trascendente en la perspectiva histórica. Fue la primera vez que Mercedes Sosa subió a ese escenario en un concierto también protagonizado por Eduardo Falú y Los Chalchaleros. Los testigos recuerdan el efecto que causó esa tucumana que le cantaba a los humildes de su tierra cuando le clavó la mirada al dictador Lanusse, bien acomodado en su palco, mientras entonaba “Canción con todos”.
Pero volvamos a 1953.
Más allá de la perturbación que provocó “El conventillo de la Paloma” en el Colón, Troilo fue parte, ese mismo año, de otra puesta teatral, también emblemática, del período peronista, “El patio de la Morocha”, estrenado el 24 de abril de 1953 en el Teatro Santos Discépolo, con música de Pichuco y libro de Cátulo Castillo. Allí se reunió un cuarteto que trascendió al espectáculo, con el guitarrista Roberto Grela, Edmundo Zaldívar en guitarrón y Kicho Díaz en contrabajo.
“Me llamaron para hacer El Patio e la Morocha y yo dije, tratándose de esa obra, que lo más lógico era que la hiciera Marianito (por Mores), al autor de la música. Yo creía eso, pero viene Cátulo (Castillo) y me dice que en la Subsecretaría (de Prensa y Difusión) querían que fuera yo, Más todavía: que si no aceptaba la obra no se hacía. (…) Yo no era peronista ni antiperonista. Siempre me sentí libre y ninguna idea política pudo corromper mis sentimientos. Entonces de los 146, 145 se pusieron rigurosamente el escudito peronista en la solapa del saco. Yo no. Y nunca me dijeron una palabra”, recordó.
La pieza, en clave de sainete, ubicaba a Troilo en el personaje de Eduardo Arolas y contó, entre más, con las actuaciones de Aída Luz, Agustín Irusta, Angeles Martínez, Pedro Maratea, Pierina Dealesi, Mario Danesi y Eduardo Santalla. Encuadrada dentro de la agenda nuevo clima de época, la puesta, que contaba con fuertes auspicios oficiales, despertó algunas reseñas periodísticas lejanas al decoro profesional. La historia del periodismo venal no es exclusividad de este tiempo.
Pellettieri recopila algunas reseñas. La del diario Democracia consignó, sin más, que “con este gran es espectáculo se han cumplido en todas sus fases los postulados del 2do. Plan Quinquenal del gobierno de Juan Perón”. El crítico Eduardo Beccar, en Clarín, ofreció una crítica con claroscuros y, acaso por eso mismo, al día siguiente el diario publicó una nueva, a modo de suplantación, con tono celebratorio.
Ni Troilo ni la obra necesitaban esa condescendencia.
De hecho, ese mismo año el cuarteto que alumbró en “El Patio…” grabó dos discos. Uno incluye una de las piezas fundamentales del género, “La cachila”, de Eduardo Arolas y también el vals “Palomita blanca”, de Anselmo Aieta y Francisco García Giménez.
Arolas y Aieta fueron dos de los bandoneonistas que allanaron en terreno para el instrumento desde su llegada al Río de la Plata.
“La Cachila” fue estrenado en Montevideo, en 1921 y, acaso porque ya prefiguraba formas del tango que vendrá, tardó en ser masivamente aceptado por el público. Aieta, de una escuela interpretativa del fueye efectista y visual -en la que Troilo no se inscribió- fue cultor, según algunos historiadores, del fraseo octavado, que sí adoptó Pichuco. Aunque, tal vez no el primero, pero probablemente el más trascendente de quienes desarrollaron en aquel tiempo ese secreto, fue el cordobés Ciriaco Ortiz, de influencia reconocida sobre Troilo.
En el segundo disco registrado por el cuarteto en 1953 aparece “A Pedro Maffia”, del propio Pichuco. La orquesta también registro un disco ese mismo año. Sobresale “Triunfal”, de Piazzolla.
Lo cierto es que los años felices del primer peronismo coincidieron con el tiempo de mayor desarrollo estilístico de la Orquesta de Troilo.
“Era entrador, simpático y con un talento extraordinario”, definió Troilo a Perón.
– Cuando se estaba muriendo, me mandó llamar. «Maestrito, no me deje morir», me decía.
-¿Y vos?
-Y yo, ¡qué querés! Uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés? Llega un momento que de Pichuco ya no queda nada. Se lo fueron llevando de a poco.
Fuentes utilizadas en este capítulo
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La Prensa, “Estamos preparando un plan para construir salas de espectáculos teatrales, dijo el General Perón”, 22/12/1953.
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